viernes, 21 de diciembre de 2007

El Limonero Real

Una novela del poeta-narrador, editada por primera vez en 1974, donde el trabajo del escritor se centra, como es característico en toda su obra, en el lenguaje; podría decirse que en el fluir del lenguaje, utilizando la palabra como una puerta hacia una dimensión en la que el tiempo se deshace en fragmentos diminutos, que van mostrando al lector el desarrollo de la trama desde distintos ángulos o puntos de vista y con distintos ritmos. El limonero real cuenta la historia de Wenceslao, un isleño santafesino. Allí el autor describe sólo un día en la vida de su personaje central, el último día del año; lo hace desde los primeros minutos del amanecer hasta la noche. Ese día, va deslizándose lenta y minuciosamente narrado ante los ojos del lector que asiste, por un lado, a los acontecimientos que van conformando la historia y, por el otro, a la intimidad de Wenceslao, sus sentimientos, sus pensamientos. Como en una partitura para guitarra donde la melodía y el ritmo trabajan con un mismo fin en dos planos paralelos que se complementan, Saer logra que el lector vaya compenetrándose con el personaje a medida que la narración avanza, gracias a su habilidad (arte) para informar más allá del hecho narrado, valiéndose de sucesos aparentemente intrascendentes o nimios, sumados a una narrativa renovadora, revolucionaria, que como en un rompecabezas, encastra palabras para componer gestos, figuras, paisajes. La escritura de Saer posee textura, sus descripciones minuciosas, casi obsesivas, que por momentos aparentan ser meramente contemplativas, poseen en su interior lo inefable, porque Saer esconde entre sus líneas finamente logradas, que se adueñan de la realidad con una verosimilitud despojada y sorprendente, el acontecer de la vida, acontecer denso, incierto, siempre contradictorio, En el Limonero real, Saer juega con la lengua y las estructuras a la vez que, paralelamente, desarrolla los acontecimientos simples de ese día único, y las vivencias de Wenceslao, marcado por la ausencia de su hijo muerto, y de su mujer, abandonada a un luto aparentemente eterno. Juan José Saer nació en Serodino, provincia de Santa Fe, Argentina, en 1937 y falleció en París Francia, en junio de 2005. Escribió doce novelas, entre ellas “La ocasión” (1986, Premio Nadal); cinco libros de cuentos; varios ensayos, uno de los cuales, “El río sin orillas” (1991) tuvo gran repercusión crítica, y un libro que recoge su producción de poemas “El arte de Narrar”. Ha sido traducido al francés, inglés, italiano, holandés, portugués, sueco y griego.

jueves, 20 de diciembre de 2007

Beatriz en pantuflas: Las fiestas

Como en todas las familias, en la mía, hay un tío Pepe, un Carlos, un Néstor, una tía Negrita, un solterón, una sedienta de un antepasado ilustre, una que se arruinó la vida al lado del tipo equivocado (además de mí), una prima preferida, una lesbiana, un primo gay, la ligera de cascos (envidiada por la frígida, además de mí), un par de adoptados, algunos colados, un milico, un moralista, un soñador, un sordo y, mi viejo(a mamá no la nombro porque se sobreentiende que está oculta -aplastada- detrás de papá). Para ser exactos, aunque no rigurosamente (es que somos promiscuos y además descuidados), diecinueve tíos, los cuatro abuelos, dos bisabuelos y cuarenta y dos primos hermanos. Hechas las presentaciones, resta (o suma, uno nunca sabe) echarles un vistazo comenzando, digamos por lo más pintoresco, esa especie de concilio anual que protagonizamos con excesiva puntualidad: las fiestas.
En mi familia tenemos dos clases de fiestas: las de antes, y las de ahora. Las primeras, ni falta hace que lo diga, eran las mejores.
Lo primero que hubo que hacer antes de que yo llegara a este mundo fue repartirlas. No se cómo ocurrieron tales hechos porque yo no estaba, pero los resultados fueron: las navidades con los tuyos (es decir con la familia de mamá), y los años nuevos con los tuyos (es decir la familia de papá). Como podrán fácilmente notar, de entrada nomás, quedó planteado que existe un los tuyos y un los tuyos. Algo implícito y de lo que nunca se habla (en público, porque en privado... Pero ese es uno de nuestros secretos familiares).
Repartidas las fiestas quedaba lo más fácil. Pasarlas en familia. Bueno, quizás no sea lo más fácil, pero cuando terminaban, cuando regresábamos cada uno a su casa, habiendo comido (y discutido) bebido (y discutido) hasta el hartazgo, todos y cada uno, sin importar nada más, en algo estábamos de acuerdo: las fiestas son lo más hermoso de nuestra familia.
Nuestras fiestas comenzaban subiéndonos el veinticuatro (o treinta y uno, se entiende) a la madrugada, al auto. Eso con suerte. La mayoría de las veces, como la suerte es escasa en nuestra familia y ya la hemos acabado antes de llegar a Diciembre, subíamos al auto el veinticuatro (o treinta y uno) a-la-sies-ta. Para los que no tienen le placer de vivir en Santa Fe, bastan un par de datos: temperatura, algo así como cuarenta grados a la sombra y, humedad: setenta por ciento (con suerte) y sol, mucho, mucho y radiante sol santafesino, acuoso y blanco.
En mi familia los lugares en el auto son inamovibles y en orden de importancia, así que los niños (nosotros) ocupábamos el espacio (escaso) que sobraba luego de subir los cajones de cerveza, vino, sidra, el cordero (o lechón) -es que para papá, sin bichos no era fiesta-. Luego y sin excepción, mi hermana Nina se sentaba al lado de una ventanilla, es que la niña se marea y vomita; vomita incluso si la ponemos del lado de la ventanilla, pero así recibimos (con suerte) menos dentro, en caso de que papá no alcance a detener el auto a tiempo, cosa para lo que se volvió bien canchero, con la práctica, claro está. Con una ventanilla eternamente ocupada la primera pelea de las fiestas a brazo partido, es decir a tirones de pelos entre mi hermano y yo, era por la otra ventanilla, disputa que no concluía hasta después de algunos coscorrones por parte de mamá, quedando del lado disputado el que más aguantaba y subía último al auto, cosa para lo que yo nunca no adquirí mucha habilidad.
Después, amontonados dentro del vehículo, quedaban recorrer los casi trescientos kilómetros, para un lado o para el otro, dependiendo de la fecha que se tratara. El viaje, mejor imposible. Quien lo pondría en duda. Sobre todo el de los treinta y uno, sobre la ruta nueve, esquivando pozos, o agarrándolos cuando viene un camión de frente, que es lo que ocurre la mayor parte del tiempo.
Una vez en lo de los tíos: besos gritos y abrazos, con saltos si es veinticuatro, porque en la familia de mamá son todos escandalosos. Si es treinta y uno, la cosa es un poquito más tranquila. No es que en casa de papá sean menos escandalosos, es que cuando se pelean el enojo les dura años. Y no es que en lo de mamá no peleen, es que se olvidan rápido, probablemente para poder volver a empezar, un poco por costumbre, un poco para animar las fiestas. En definitiva, da lo mismo, sólo que es más divertido porque los enojos son siempre por algo distinto. Nunca el mismo del año anterior. Mucho menos el de diez años atrás. Eso hace menos monótonas las conversaciones sobre los demás, los que no están; se entiende.
Durante las fiestas las órdenes que nos impartían a nosotros se reducían a una y era fácil de cumplir. Los chicos no-de-bi-a-mos-a-brir-lahe-la-de-ra. “¿Está CLAROOO?!!!”. “Si mamá”. Por lo demás, vía libre, y, como nadie cumplía lo de la heladera (cosa de la que no se percataban después de beberse el primer cajón de los que sea) la pasábamos genial. ¡Qué fiestas! El tío Rúbe, pellizcando. Al tío Rúbe le gusta pellizcar y como no lo deben dejar, durante las fiestas pellizcaba a los sobrinos. Eso les daba unas vacaciones a sus hijos. Mis primos: agradecidos. Nosotros y los otros primos, huyendo, o, mejor dicho esquivando; es que el Rúbe aprovechaba cuando uno pasaba por descuido al lado suyo y te zampaba un pellizco en el lomo que te dejaba saltando.
Papá frente al asador, con el bicho resecándose, porque los asa en ocho o nueve horas, no menos, porque: “a-si-se-ha-ce”.
El tío Carlos, vinito tinto en mano prometiendo regalos para año siguiente. Y que nadie le toque su vaso, ni sus cubiertos, ni su plato y cuidado con su servilleta, y que no le vayamos a rozar los pantalones.
“Ves chiquito, hace tres años que tengo este pantalón y no tiene ninguna una mancha ¿Ves? No me vayas a tocar chiquito”. Chiquito éramos todos, mis hermanos, mis primos, o yo, daba igual. “El tío Carlos el año que viene te va a hacer un regalo. Pero el año que viene, acordáte, no me toqués los pantalones, chiquito”.
Librados de los adultos porque las mujeres se la pasaban en la cocina y los varones en el patio, eso sí, todos cocinando y sobre todo calmando la sed que en el verano acucia arrecia arrebata arremete y parece infinita, nosotros nos aliábamos con distintos fines. Primero: a ver quien le ensuciaba el pantalón al tío Carlos. Segundo: a ver si lográbamos que nos llevaran a tomar helados. Tercero: a ver si la tía aristócrata largaba algunas monedas para regalos. Cuarto: a ver si el tío Néstor nos compraba petardos (a esto siempre lo lográbamos, pero los tiraba él, porque el tío nos ponía como excusa para comprarse petardos sin que la tía Silvia le tire la bronca). Quinto: a ver si lográbamos tomar cerveza. Sexto: a ver si al día siguiente nos llevaban al río.
Hubo una nochebuena que la pasamos en el sanatorio. Uno de mis primos nació un veinticuatro. Llovía a baldes y el tío Coco había llevado la sidra y tomaba mientras esperaba. Cuando la enfermera salió el tío le dijo: “que nene feo, ¿está segura de que es el mío? ¿no hay otro?” La enfermera le contestó que no había nadie más que nosotros y le dio el chico. Yo tenía seis años y por esa frase me la pasé teniéndole lástima a mi primo varios años hasta que me avivé que era una broma. No aquello acerca de que si era feo, sino eso de si no había otro.
En aquellas reuniones la abuela era la única que permanecía sobria, pero no por prudente. Es que a ella lo que más le gustaba era arruinarle la fiesta a los otros.”Juicio. Juicio”, solía repetir una y otra vez fresquita y alerta desde la cabecera de la mesa. Por suerte nadie heredó la costumbre de usar indiscriminadamente la palabrita. Aunque no hizo falta, porque la vieja la dejó en el aire y aparece ni bien te querés relajar sirviéndote un vasito de más. “Juicio. Juicio”. Si, abuela, si: juicio.
Después de las doce caían los vecinos, a la casa le entraba a faltar el aire y a los chicos nos mandaban a dormir. Dormíamos todos en la misma habitación, en las cuchetas y en colchones desparramados sobre el piso. Era lo más hermoso de las fiestas. Escuchar a los grandes reír y hablar hasta dormirnos con las luces de la calle prendiendo y apagándose.
Los treinta y uno se le parecían, pero con menos gente tirada durmiendo en cualquier lado, menos ruido, y con el abuelo sentado a la cabecera de la mesa. Lo ponían ahí al pobre y no le quedaba otra que dejarse venerar por unas horas iluminado por el arbolito y teniendo que pedir que le sirvan porque a él lo ponían a la cabecera pero a las botellas las ponían donde se sentaban ellos.
Las fiestas de ahora son mucho más tranquilas y mucho más fáciles de describir. Nos sentamos a la mesa el veinticuatro (o treinta y uno), los cuatro gatos locos que vivimos en la misma ciudad y recordamos durante horas aquellas otras, las viejas, porque si no, las doce no nos llegan nunca, y es una vergüenza que nos vayamos a ver televisión.

miércoles, 19 de diciembre de 2007

Juan José Saer; La Grande

“Y Carlitos sin vacilar un segundo y sin siquiera desviar la vista del agua que corría, arremolinándose contra los pilares del puente, varios metros más abajo, le contestó: El movimiento continuo descompuesto”.
Fue en ese instante, o más bien en la percepción de ese instante, por sí mismo imperceptible, que cerró los ojos porque sintió las lágrimas acudir como quien dice a ellos y, de alguna forma afectarlos, algo así como nublarlos o, para ser más preciso, nublarle la visión que hasta ese momento: instante percibido como tal, era nítida y mostraba la sucesión de letras alineadas componiendo palabras, frases, párrafos, conformando un dibujo idéntico a sí mismo y a la vez diferente en cada página; decía que fue en ese momento: preciso, obligada por las lágrimas, o más bien por una sensación de fuego en los ojos, que los cerró y permaneció en ese estado, con los ojos cerrados y apretados, como queriendo apresar: tal vez las lágrimas, tal vez la frase, tal vez el dibujo indefinible en la página.
El texto entrecomillado pertenece a Juan José Saer (1937-2005), para ser precisa a La Grande, su última novela, última de modo irrefutable como irrefutable es, en el sentido físico al menos, la desaparición del Autor. El resto del texto me pertenece y pretende mostrarles, contarles, describirles (elijan una palabra que les guste; como quien dice que les quepa), lo que desde esta distancia veo o más bien percibo. Señales sutiles que yo diría, emanan de nuestra lectora que en este momento lee sentada sobre un banco (esos nuevos, de hierro y cemento, que han puesto en el paseo de la costanera santotomesina después de la última inundación).
“El movimiento continuo descompuesto [...] Claro, en el sentido de exponer, en forma analítica y estática, lo que en verdad es sintético y dinámico”. El libro descansando sobre la falda, ahora cerrado, mostrando la ilustración de la cubierta, el mismo artista plástico que en las demás cubiertas, pienso, reconociendo fácilmente, a fuerza de haber visto, una y otra vez, las ilustraciones de las otras cubiertas, de las otras novelas del Autor, reconociendo decía, como se reconocen los rasgos en los miembros de una misma familia, los trazos, el matiz de los colores. Probablemente un amigo del Autor, conjeturo, y, con toda impunidad, voy más allá, atribuyéndole a nuestra lectora mis pensamientos, mientras ella, sentada y con los ojos entornados, percibe el libro que ejerce una leve presión sobre sus piernas; y, en tren de conjeturar, conjeturo también, que nuestra lectora no puede evitar, como yo tampoco puedo hacerlo, el recordar al Autor, al escritor, su muerte temprana, la pérdida de su existencia física no así su existencia ideal, o como personaje, que para muchos, paradójicamente, comenzó el día de su muerte, muerte que las noticias gráficas y televisivas se ocuparon de difundir a lo largo y ancho del mundo literario, dando comienzo a una serie de homenajes que se sucedieron durante el resto del año (el Autor falleció en junio). Pero volviendo al inicio del párrafo: primero, y entre comillas, Juan José Saer y, a continuación, yo; yo observando, fisgoneando, atreviéndome incluso a suponer lo que nuestra lectora (que ahora parece fascinada por las aguas sabidamente barrosas del río), piensa. También miro el río y dejo que me fascine, veo las islas, la borroneada Santa Fe del atardecer, el carretero y algunos transeúntes que circulan paseando lentamente mientras otros realizan su práctica aeróbica diaria y, comprendo, que para contarles esto, digo, estas imágenes que llenan mis ojos, no alcanza con copiar en palabras lo que me rodea, sino que habría que reinventarlo, construirlo a través de la narración, darle un nuevo significado, cosa que yo no puedo hacer, claro, porque para eso hay que se un escritor y si no me creen: “[...] las vacas, los caballos, tascan sin apuro, abstraídos, como si no advirtiesen la noche que viene subiendo desde el este, por el lado del río [...]” Juan José Saer; La Grande
En este momento, mientras ya no tengo dudas sobre qué es ser un escritor sino que reflexiono sobre ello, nuestra lectora cierra nuevamente el libro y se aleja. Entra lentamente en el rumor que producen los movimientos de los demás transeúntes, movimientos idénticos a los que ella realiza, apartada definitivamente de aquella visión del mundo del Autor, del que ya ha regresado para entrar en otras palabras, que, definitorias, son las que conforman su propia realidad o, por mejor decir, la representación de su realidad.
Ya en casa tomo La Grande y la abro en la última página “Con la lluvia llegó el otoño, y con el otoño, el tiempo del vino”, leo y permanezco durante algunos instantes observando la frase única sobre la página que cierra la novela.
Si bien La Grande, como todos saben, es la última novela del autor, novela ésta publicada luego de su fallecimiento; aquellos que han navegado las palabras-aguas-saer, saben también, que el hecho de que la novela quedara inconclusa y que, irrefutablemente, sea la última; no clausura el ciclo, el ciclo de la novela misma, ni de la narrativa Saer, que de algún modo sigue fluyendo, al igual que en La Grande, sino que sin el lector como testigo. Esa melodía lisa por la que los lectores se deslizan sin esfuerzo jalados por el tiempo que dura la lectura, hacia esa dimensión donde el movimiento continuo se descompone. La obra de Saer, compuesta en su mayoría (también incursionó brevemente en la poesía) por novelas y cuentos que se continúan unos con otros no hace una excepción en La grande, allí viejos y conocidos personajes aparecen, o podríamos, por mejor decir, re-aparecen para ser re-conocidos por otros personajes y también por el lector. En la obra de Saer, quiero decir de su fructífera obra, los lectores asistimos a la vida de los personajes en la misma forma en que asistimos a la vida de quienes nos rodean: de a ratos, en olas, conocemos a sus personajes en un momento, en una circunstancia particular, una anécdota, un hecho crucial; y, luego, nos reencontramos con ellos un año, diez años, treinta años después. Las historias de los personajes se abren sin cerrarse totalmente, sin conocerse en su totalidad, en cada detalle, al igual que en La grande; de esa forma, de algún modo, las historias y personajes siguen fluyendo. En La grande más allá de la historia que se narra, el viaje que realiza el lector, es decir la experiencia de lectura, esa navegación a la que incita la novela que lo envuelve lo y arrastra hacia su mundo, el los personajes y sus vivencias, incita a la vez la reflexión acerca de la fugacidad de la vida, de lo sorprendente e incomprensible de ser un ser humano, de la evolución hacia la madurez y la vejez, del cambio de mirada que éste hecho hace que tengamos sobre el universo que nos rodea. Échese a nadar en La Grande, navegue las aguas de Juan José Saer; ese escritor-río, sin orillas.