viernes, 1 de mayo de 2009

MANTELES BORDADOS

Llegó pisando fuerte, con esos pasos que hacen que los tacones resuenen sobre el piso.
Ella lo oyó desde la cocina y subió la llama de la hornalla.
Humeaba sobre la carne, olía a especias picantes como a él le gustaba. Sobre la mesa, el mantel relucía refractando en su blancura la luz del sol que entraba a través del ventanal. Él se sentó con descuido, no se percató del vainillado que lucía el género, ni del centro bordado en relieve de flores en tonos pastel, pasteles suaves, tan suaves, tan cercanos al blanco como el mantel, ni del monograma diminuto en el extremo izquierdo, ese monograma que se repetía una otra vez, siempre idéntico, sobre sábanas, toallas, fundas, almohadones, servilletas.
Ella le sirvió en silencio, siempre tenía la comida lista a su llegada. Se sentó frente a él y acomodó la servilleta con delicadeza sobre sus rodillas. Acarició el monograma con la yema del dedo índice; por un instante el dibujo desapareció de su vista pero podía adivinarlo por el tacto, la primera letra del nombre de ambos enlazadas para siempre; como sus vidas.
Él comió rápidamente como era su costumbre, apenas masticando el bocado demasiado grande, que pasaba con un sorbo de vino tinto. Él bebió, algunas gotas cayeron sobre el mantel tiñendo el género, otras se deslizaron por el vaso hasta la base. Ella dio un respingo casi imperceptible en su silla; él apoyó el vaso y un círculo perfecto se marcó sobre el bordado. Ella no tocó su carne ni bebió su vino. Pasó con disimulo sus dedos sobre las flores en relieve. El círculo sobre el mantel se iba agrandando con cada movimiento que él realizaba para beber, hasta formar varios aros, algunos superpuestos, otros más alejados. Ella se entretuvo mirando los dibujos, un universo de círculos como planetas vacíos girando sobre la superficie blanca del mantel.
—Está buena, ¿vos no comés?
—No tengo hambre, es por cocinar, digo, que a veces cocinar me saca el hambre.
—Mirá que decís boludeces mujer. Y está buena, pero un poco amarga, se te fue la mano con el orégano me parece, qué lástima, porque está buena.
— ¿Te gusta el mantel?
— ¿Cuál?
—El de la mesa, lo terminé anoche, mientras estabas en el boliche.
—A sí, sí. Está lindo. ¡Anoche el negro se agarró una tranca que lo tuvimos que llevar entre tres! Viste que es grande el negro.
—Sí, pero el mantel, ¿te gusta más que el otro? Lo copié de una de esas revistas donde muestran fotos de casas de ricos y me salió igualito —hizo un gesto de caricia sobre su obra y los ojos se le iluminaron.
—Sí, sí, pero, no te enojés, son todos iguales, que se yo, ¿no?
—El que hice para la Navidad no, ese tenía un rosal —se detuvo interrumpida por él
— ¡No me acuerdo, me acuerdo del pollo, qué bueno estaba! —él rió mostrando trozos de la carne deshecha entre los dientes. Es una broma, estaba lindo. No pongás esa cara. Pucha ché, no se te puede decir nada.
—Mamá me enseñó cómo bordar, antes no sabía hacerlo ¿te acordás?
—No.
—Cuando se enfermó. Me enseñó cuando se enfermó.
— ¡Ahh!, cuando la trajiste para acá.
—Cuando se enfermó y ya no pudo caminar más, por suerte la enfermedad nunca le llegó a las manos, eso la hubiera matado.
—Pero si se murió de la enfermedad, ¿qué decís? —estás cada día más bruta vos.
— ¿Cómo te fue en el taller?
—Como siempre. Estuvo Valdés con el Ford, ya van tres veces esta semana.
—Llamó Inesita, dice que llega el viernes. Hace mucho que no viene.
—Le dije a Valdés que la máquina no va más, que necesita un cambio de aros, pero me dijo que no puede, por la guita ¿viste?
—Inesita dice que llega en el colectivo de las once de la noche, que la vayamos a buscar al cruce si podemos, si no, llama un taxi desde el puesto de la caminera, pero viste que demoran, a veces hasta dos horas se demoran.
—Le dije a Valdés lo de los aros, pero no me da bola, capaz que piensa que me le estoy haciendo el vivo para sacarle plata, justo yo, que no le cobro cuando viene con ese cacharro de la lástima que me da. Pero el cambio de aros es otra cosa, eso sí se lo tengo que cobrar.
—Inesita me trae unas telas para que me haga unos vestidos, me dijo que son hermosas y que no puede ser que ande siempre con estos batones de hace veinte años. Y que no me preocupe, que ella me da para la modista.
—Sí, sí. Hemmm. La sábana, la celeste, la del ¿cómo es?
—La de la guarda azul, con el tulipán. La copié del programa nuevo de la televisión, ese en el que enseñan decoración y manualidad.
—Ajá, esa, se me quemó, con el pucho viste, estaba viendo el partido y me quedé dormido, y ya sabés que siempre me olvido de llevar el cenicero, por eso los tiro en el piso. Es que vos no entendés que me olvido y te pones a protestar. Vos también, tanto joder con bordar. Uno no puede ni fumar.
—Inesita dice que me trae unas revistas de tortas también, para que tenga nuevos modelos para cuando me encargan.
—Para lo que te pagan por hacerlas, que deje la guita que gasta en las revistas y salís ganando.
— ¿La del tulipán dijiste?
— ¿Qué cosa?
—La sábana que se quemó, la del tulipán. A lo mejor la puedo arreglar.
—Sí, a lo mejor, qué joder, hay que poner cosas sobre las que se pueda dormir tranquilo. Estaba buena la carne esta, ¿hay más?
—Sí.
—Bueno, servime un poco más entonces; total —terminó la frase con un par de golpes en su estómago.
Ella se quitó la servilleta que dejó cuidadosamente sobre el mantel. Se levantó lentamente llevando el plato que no había tocado y regresó con la misma paciencia con que lo hacía siempre todo.
—Qué lenteja que sos, siempre pidiéndole permiso a los pies para andar, no cambiás más, como se ve que no tenés nada que hacer —él se llevó un gran trozo de carne a la boca y habló mientras masticaba —está buena nomás, no sé por qué no comés, no estarás enferma ¿no?, con lo que cuestan los remedios, eso nomás me faltaba.
—No, sólo que no tengo ganas.
—Bueno.
Ella lo miraba y pensaba que él siempre le hablaba sin mirarla, desde hacía años que le hablaba sin mirarla, sólo veía el plato, el pan, el vaso a medio beber. Y en la cama el televisor: las noticias, el partido, el boxeo, alguna película de acción. Después se dormía mirando para el lado de la ventana, oliendo el montoncito de cenizas y de puchos que quedaban en el piso despidiendo aquel olor rancio a tabaco quemado.
— ¿Más vino? —ella preguntó por preguntar, sabía la respuesta desde hacía veinte años.
—Si, dejá que yo que me sirvo —lo hizo y un chorro grueso cayó sobre el mantel.
— ¡Alegría, alegría! —dijo él y mojó su frente y la de ella humedeciendo los dedos en el líquido derramado que ya comenzaba a ser tragado por el lienzo; mojó las frentes formando una cruz, siempre sonriendo, sin dejar de masticar.
— ¿Querés más?
—No, me voy a acostar mientras vos limpiás. Después te alcanzo el mameluco, se me rompió el cierre y me lo tengo que poner esta tarde para ir al taller, al otro se lo presté al negro que está pintando la casa y me lo pidió. No te molesta ¿no?, total vos sabés como sacar las manchas de pintura, la mujer del negro es una inútil, pero está buena, al menos está buena.
—Si, es linda la Mabe. Bueno, acostate nomás que yo veo lo del cierre.
—Me siento medio pesado, me parece que comí de más.
—A lo mejor.
—Me siento raro, me siento —calló, hizo un gesto de dolor apretando los labios mientras se tocaba el vientre.
— ¿Te sentís mal? ¿Querés un tesito de boldo?
—No sé, siento como si me fuera a estallar el estómago, algo así.
—Y, a lo mejor.