jueves, 29 de enero de 2009

Sólo en el balcón...

Sólo en el balcón se escuchan las risas ahogadas
que llegan del cuarto contiguo.
La de ella acercándose por detrás,
acariciándole el cabello,
haciéndole sentir sus dedos buscando el cuello,
el vello encanecido del pecho; el sexo.
Una especie de deseo desabotonador.
Le dice algo que él no puede entender
envuelto en la penumbra
del primer gemido que penetra la mañana
y en la sangre
agolpada en un punto palpitante y morado;
casi negro.
Él abre los ojos a la promesa de un seno
que le apunta a los labios y se niega.
Ella intenta…
singular posición de estiramiento
mar de piel-piel,
manos-labios.
Perseguir, atrapar, sostener,
hundidos entre pliegues resbalosos
y ácidos.
Telas que se quejan. Paredes que se expanden.
Confusión de brazostorsos, de besosmanos,
como cuerpos recién inventados,
enmascarados ██ inmóviles ██ silenciados.
Fusión: dulceamarga percepción de amantes.

lunes, 26 de enero de 2009

Beatriz en pantuflas: Accidentes de tránsito

Quién no chocó, o lo chocaron ¡Yo!, dirán muchos; yo era uno de ellos hasta hace un par de semanas.
Instrucciones para ellos, los que aún no chocaron:
1-No llame a la grúa porque necesitan sí o sí un celular para avisarle cuándo podrán ir porque están ocupados.
2-No pida un celular prestado e informe el número para que lo llamen porque con el tránsito, la ambulancia, la policía y los opinadores (que además no le sirven de testigos porque opinan pero no vieron nada) y, teniendo en cuenta que uno quedó medio tonto, si los de la grúa llaman no se escucha.
3-No espere porque la grúa no va a llegar, pida ayuda y empuje el auto. No llame para quejarse porque le van decir que ellos intentaron avisar que no podían ir a sacar el auto hasta las cuatro de la mañana del día siguiente y como usted no atendió la llamada, ellos se largaron porque justo tuvieron un ratito y sin saber bien la dirección, por lo que no lo encontraron, así que ahora se quedó sin servicio de grúa porque ellos lo brindan sólo una vez al mes por cliente y usted lo desperdició (no, no les importa que usted no atendió la llamada porque no escuchó por el ruido y además estaba hablando con la policía y subiendo a su madre a la ambulancia).
4-No intente hacer la denuncia del accidente desde el celular que le prestaron porque si el que se machucó en el choque no es un desconocido, es decir es, por ejemplo, su madre, no le toman la denuncia. En todo caso puede decir que su madre es su madre pero que es una desconocida porque lo abandonó al nacer y recién ahora se reencuentra con ella después de que se la encontró Andrea del Boca en la tele, en el programa ese que encuentra gente, pero bueno, no le garantizo que le tomen la denuncia aunque tal vez sí.
5-Dígale a la policía que no sabe quién es, ni cómo se llama, ni por qué está allí parado y finja divagar, así no tendrá que contestar preguntas ni llenar papeles in situ. Haga que alguien les diga que llevaron a un herido al SAMCO; así se van rápido.
6-Vaya a su casa y llame a un abogado, abogada mejor, las mujeres son más peleadoras (en el buen sentido, se entiende).
7-Evite conversaciones como la siguiente en su compañía de seguros:
—Con lo que me gusta pasar en rojo, paso en verde y choco, me dijo el que me chocó.
—Y cómo fue el accidente, señora.
—Yo pasé en verde, uno se me cruzó desde la derecha para doblar hacia la izquierda, frené para no chocarlo y hasta que arranqué de nuevo, cambió la luz, el que estaba en el semáforo no me vio y me embistió.
—La culpa es suya por estar detenida en medio de la avenida que además es ruta nacional.
—Pero yo no preparé el mate y me fui a tomarlo al medio de avenida, hubo un motivo por el que estaba parada en medio de la ruta nacional y no era turístico.
—Bueno, usted no se habrá ido a tomar mate a la avenida pero el otro pasó en verde.
—Yo también pasé en verde.
—Pero si usted arrancó, entonces la culpa es suya. Distinto hubiera sido que se quedara ahí, parada.
—Primero me quedé y miré ¿ cuánto tiempo tenía que quedarme a vivir en medio de la avenida para que la culpa no fuera mía?
—¿? —aquí, el genio mira un poquito desconcertado, después pone cara de estar pensando, finalmente dictamina— Esto sí es un accidente.
—Qué perspicaz.
—¿Disculpe?
—Nada que me pica
—Qué cosa
—Qué le importa
—Entonces, le decía que para mí, la culpa suya, pero no me haga caso.
—No le hago caso.
—No.
—Entonces no es un accidente
—Y sí, pero siempre debe haber un culpable.
—Que sea el otro, entonces.
—Pero pasó en verde.
—Yo también.
—Por eso este sí es un accidente.
—¿Le parece?
—Eso creo.
—Entonces ¿no es mi culpa?
—¿? Parece que no, pero no me haga caso.
—No le hago caso.
—No.
—Aaah, bueno, entonces es mi culpa pero no le hago caso, pero no es mi culpa porque este sí es un accidente pero no le hago caso. Me quedó claro, gracias.
—De nada.
8-Considere seriamente vender el auto y caminar, es más sano y evita que uno tenga que hablar con tarados, al menos tarados desconocidos, con lo parientes, bueno…son los parientes che, no los critique.
9-Agradezca a los amigos, siempre hay amigos, son esos que te dicen que los fierros se arreglan, que abren los celulares y toman las fotografías, que escriben por vos porque te tiemblan las manos, que te ayudan a mover el auto y que te hacen pensar, que después de todo, vale la pena hablar con tarados de vez en cuando, si esa moneda los tiene a ellos en la contracara.

Gracias (este gracias es privado, sólo para que lo lean: Gastón, Julito, Roberto, el Ale y Julian-no me equivoqué, este Julian se escribe sin acento-)

viernes, 23 de enero de 2009

PIZARNIK

Imágenes Alejandra.
(Alejandrísima,
decía Cortázar)
Rotura que
cruza la razón
hacia la nada,
lo real donde
espera el monstruo
que cuece las babas
de los sueños.
Si me regalas
tu tiempo de ánfora
y silencios,
tal vez no coma
de tu mano,
y recline mis cabezas
de Medusa
ante el hueco
de tus ojos
que viven como abismos
sonriendo negruras.


Apasionada insomne
sin mentiras
sin sombras.
Sonámbula con espinas
opacas, enraizada
en el cono de la noche,
mutilada, desgajada.
Nombradora de lo indecible.
Si me regalas
el tiempo de alba
y sufrimiento
al que saltaste aquel día,
tal vez no beba de tu boca
y doble mis rodillas
ante la paradoja
de tus manos
que viven como algas
lamiendo océanos.
Imágenes Alejandra.
(Alejandrísima,
decía Cortázar)

El rostro en la ventana

Llegué a Astapovo a eso de las seis de la tarde, había recorrido trescientas verstas desde Moscú bajo una tormenta infatigable de agua y nieve. Era el 19 de noviembre de 1910.
En el pueblo y en la pequeña estación bullía gente de lo más diversa, compatriotas, periodistas, fotógrafos, admiradores, gendarmes, operadores de cines. Venían de todas partes; troikas y automóviles llegaban de la carretera incesantemente.
Algunos integrantes de la Guardia intentaban alejar de las inmediaciones del lugar donde se encontraba Tolstoi a los más atrevidos. En el andén, una mujer causaba tal conmoción que me impidió identificarla a primera vista. Se encontraba de pie frente a una ventana y miraba hacia el interior de la choza del jefe de la estación. Estaba subida a un cajón de madera. Alcancé a ver un trípode a pocos metros de distancia, medio oculto tras la choza, justo antes de que la luz de magnesio destellara. Tres gendarmes se lanzaron sin demasiada convicción hacia el extremo opuesto del andén tras el fotógrafo. Aquella imagen de Sofía Andréievna aparecería en el Russki Listok al día siguiente, luego daría la vuelta al mundo.
Ella no pareció darse cuenta de nada. Levemente iluminada por la luz que llegaba del interior, la piel amarillenta resaltaba en la oscuridad de la tarde. Me abrí paso ayudado por los gendarmes y por mi rango. Llegué hasta a ella; tuve la impresión de que no me reconocía. Apoyaba una mano enguantada sobre el vidrio de la ventana; con la otra apretaba fuertemente una hoja contra el pecho. La lluvia había cesado; el frío era intenso. Algo en sus labios había cambiado desde la última vez que la vi.
Extendió hacia mí un papel tembloroso. Movió la cabeza alzando y bajando la barbilla un par de veces, indicándome que lo tomara; era una carta. Lo hice sin poder dejar de mirar aquella cara blanca. Torpemente intenté plegar la hoja sin que se rompiera. Estaba húmeda.
—No, léala usted —dijo, luego volvió otra vez la cara hacia la ventana. Había comenzado a nevar.
“28 de octubre de 1910.
A las cuatro de la mañana.
Mi marcha te afligirá, y lo siento, pero compréndeme, no he podido conducirme de otro modo. Mi situación en casa se ha vuelto intolerable. Sin hablar de otras cosas, no puedo vivir en las condiciones de lujo de siempre, y hago lo que hacen habitualmente los ancianos de mi edad, dejar el mundo para vivir en soledad y recogimiento los últimos días de su existencia. Te lo ruego, comprende esto y no vengas a buscarme, ni trates de averiguar dónde me hallo. Tu llegada no haría más que agravar tu situación y la mía, sin modificar mi resolución.
Te doy gracias por los cuarenta y ocho años de honrada vida que has pasado conmigo y te ruedo que me perdones en lo que haya podido ser culpable ante ti, como yo te perdono con toda mi alma en lo que hayas podido ser culpable ante mí. Te aconsejo que te adaptes a la nueva situación y que no abrigues malos sentimientos contra mí. Si quieres comunicarme algo, díselo a Sacha, que sabrá dónde me hallo y me enviará lo que haga falta.
No podrá revelarte dónde estoy porque le he hecho prometer que no dirá nada a nadie.
León Tólstoi
Encarga a Sacha que recoja mis manuscritos y me los mande.”

Levanté la vista, ella había apoyado la frente contra el vidrio donde un círculo de vapor se había formado a la altura de sus labios. Andrey, que luego de inclinar la cabeza a modo de saludo había permanecido en silencio a su lado, la tomó por los hombros y la condujo con ternura. —Vamos madre.
Sofía Andréievna giró en dirección al vagón detenido frente a la estación. Oí el rumor que produjo el rozar de sus enaguas. Vestía de negro. Caminó encorvada, como si se preparase para enroscarse sobre en sí misma. Se detuvo y dijo algo; Andrey se inclinó para escucharla, luego me hizo un gesto para que los siguiera.
Dentro de la estación Sacha se inclinaba sobre su padre. Tolstoi parecía decirle algo. Presencié el alzarse moribundo de un brazo.

Cuatro días atrás, Sofía Andréievna y tres de los hijos del escritor habían arribado en tren especial a Astapovo. El anciano había huído de Yánaya Polyana a fines de octubre, en medio de la noche. Su médico, Duchan Makovicki, lo acompañaba.
Tolstoi y Sacha habían planeado juntos aquella fuga, decididos a ir felices, como el rey Lear y Cordelia -los dos solos cantaremos como pajarillos en su jaula. Cuando tú me pidas la bendición, yo me pondré de rodillas y te rogaré que me perdones, decía Lear-.
Pero no fue así, él se marchó en secreto. Sacha lo alcanzaría cuando estuviese en lugar seguro. —Estaré en Optima, Sacha. No se le digas a tu madre. Promételo.
Tolstoi cuenta con la complicidad del cochero que lo lleva hasta la estación. Cuando Sofía Andréievna se entera de la huída y lee aquella carta que ha dejado en su partida, anuncia que se va a arrojar al río. Pero lo piensa mejor y conmina a su hija. Le ordena que telegrafíe a Tolstoi diciéndole que ella se ha ahogado. Al no ser obedecida coge un martillo y se golpea el pecho. También intenta arrojarse por una ventana alta. Los hijos la sujetan, la vigilan todo el tiempo.

Al entrar al vagón, Sofía es recibida por su hija Tatiana. Andrey me explica que Sacha, respaldada por el médico, no permite que su madre se acerque al moribundo. Alojados en el vagón que los ha trasportado, Tatiana, Andrey y Mijail, han desistido en el intento de vencer la intransigencia de su hermana menor.
—Me ha traicionado, Pierre, nos ha traicionado a todos. Es por ese Chertcov que le ha envenenado el alma. Lo ha puesto en contra de mí —Sofía me habla pegándose a mi cara. Huelo el aliento ácido.
—Cálmese madre —Tatiana sostiene las manos de su madre entre las suyas, le ha quitado los guantes y las frota para darles calor—. Tiene las manos heladas, madre, acérquese para calentarlas —Sofía las retira sacudiéndose las manos de su hija como si estas le quemasen, entrecruza los dedos a la altura del vientre, en un gesto como de oración y apoya la barbilla sobre el pecho.
—Ese puerco, vil, estafador —habla con los dientes apretados—. ¿Sabes que Levochka ha cambiado su testamento por consejo suyo? ¿Lo sabes?
—Madre, por favor —Tatiana se acercó nuevamente, la voz le temblaba.
—Usted cállese —Sofía le grita sobre el rostro, luego me mira.
—No —mentí.
—Pierre. ¿Acaso me está mintiendo. Usted también Pierre? ¡Oh Dios! ¡Todos estáis en mi contra! ¡Todos! —Sofía Andréievna rompe en llanto. Aprieta los puños contra los ojos y camina de un lado a otro retorciéndose. Tatiana intenta calmarla y sólo logra encolerizarla más—. ¡No se acerque. Usted también, usted también me ha traicionado! —grita, alejándose de su hija, golpeándose las sienes con los puños.
—Así están las cosas Pierre —Andrey sirve dos copas de coñac. Me ofrece un trago que bebo de una sola vez. Él sonríe con la botella aún en la mano y me sirve nuevamente; esta vez llena mi copa, luego se sienta junto a una ventanilla. Bebe de a sorbos pequeños, apretando los labios después de apurar el trago produciendo un ruido hueco apenas audible y un temblor en su cuello. Tatiana ha recostado a su madre en un lecho improvisado sobre los asientos al fondo del vagón y la cubre con una manta de astracán. Sobre el andén cae la nieve indiferente.

Han pasado dos meses desde mi última estancia en Yánaya Polyana y casi cuatro desde que, luego de recibir aquella carta implorante me había prestado como testigo para aquello de lo que hora no me encontraba tan seguro. A Tolstoi la vida en Yásnaya Polyana se le había hecho intolerable y estaba obsesionado con el destino de su obra luego de su muerte. Aconsejado por Chertcov planeó cambiar su testamento en favor de Sacha quien me escribió a San Petersburgo, lugar en el que me encontraba asentado con mis tropas. Desde mi regreso de Manchuria, luego de la derrota de la guerra con Japón, me había convertido en un nómada tras las revueltas que se alzaban por todo el país. Teníamos órdenes de reprimir a los revolucionarios. Tras la breve tregua de 1906, luego del levantamiento de Gueorgui Apóllonovich Gapón, el amotinamiento de los marineros del acorazado Potemkím en Odesa y la de la guarnición de Kronstadtm, que habían dejado varios cientos muertos, los focos revolucionarias habían vuelto a sucederse. Sacha y Tolstoi no permanecían ajenos a aquella situación, el escritor había pasado su vida comprometido con el pueblo ruso, haciéndose eco de sus necesidades, en un manifiesto repudio a la desigualdad de las clases sociales. Sacha por su parte, adoraba y secundaba a su padre hasta el extremo de haberse visto expuesta en más de una ocasión. Pero en aquella carta, Rusia ni siquiera se nombraba una vez, en ella me imploraba que viajase lo antes posible a Yánaya Polyana, las explicaciones las daría a mi llegada. Insistía en que mi presencia era absolutamente necesaria en la finca. No pude hacer otra cosa y accedí a sus ruegos.
Aquel día a mediados de Julio, cabalgamos azotando la mañana como un látigo. Tolstoi se sostenía sobre el caballo ligero y dueño de sus movimientos. Poco después del amanecer llegamos al bosque de Yásnaya Polyana. Nos apeamos, el anciano se sentó sobre un tocón. Vladimir Grigorievich Chertcov, acompañado por cuatro amigos, entre ellos el pianista Goldenweiser, llegaron un rato después. Habían dejado la troika que los transportó a un par de verstas de allí.
Tolstoi lega los derechos de autor de toda su obra a Sacha; se asegura de los detalles, revisa el documento, lee lentamente —Todas mis obras escritas hasta el presente y las que escriba hasta mi muerte, editadas e inéditas, artísticas, dramáticas, o de otro género, terminadas o sin terminar —Chertcov permanece callado, puedo ver el peso de los años de destierro sobre sus hombros—, traducciones, adaptaciones y diario; cartas, borradores, pensamientos dispersos, notas.
Tolstoi estampa su firma, le seguimos los testigos. Apenas intercambiamos palabras. Chertcov guarda los documentos en su cartera y se aleja junto con los cuatro al tiempo que el anciano y yo montamos nuestros caballos y regresamos a Yánaya. Sacha nos esperaba en los jardines. Tolstoi se apea; a duras penas intercambian una mirada esquiva. Ella se acerca, toma mis manos entre las suyas y las besa; noto que ha llorado. Esa misma tarde nos despedimos, nuestra promesa de matrimonio ha quedado sellada o al menos eso creo. Me marcho con el pecho ardiendo de dicha. La escena en el bosque me parece sólo un sueño.
En los días, para mí interminables, que transcurrieron hasta mi regreso a la finca en septiembre, en la más lenta y tensa paz, que tanto añoraría pocos años después, apenas habiendo salvado la vida, viviendo en el destierro, lejos ya de mi patria, mis títulos y rango, Sacha me mantiene al tanto de la vida en Yásnaya Polayna en sus larguísimas cartas, que leo una y otra vez. Sofía Andréievna sospecha la existencia del testamento y vuelve la casa de cabeza durante sus ataques nerviosos. Ha amenazado nuevamente con el suicidio. Pero el día de mi arribo la encuentro jovial y despreocupada. Es la víspera del cuarenta y ocho aniversario del matrimonio Tolstoi. Sofía planea vestirse de blanco y retratarse con su marido, tras lo cual Sacha y yo anunciaríamos nuestro matrimonio. Pero Tolstoi se niega a retratarse y desata una tormenta de reproches y amenazas. Finalmente accede pero permanece con la cabeza gacha, negándose a mirar a su esposa como ella le pide. No conciente representar a aquella comedia. Ni bien el retratista se ha marchado, Sofía se echa al suelo de rabia —¡Me mataré, me envenenaré! —los hijos varones reprochan la actitud de su padre. Sacha y sus hermanas lo defienden. Tostoi se retira a sus habitaciones. Sacha lo sigue.
—Viejo loco —la voz de Andrey se alza en medio de la confusión. Tolstoi se detiene pero no voltea. Sacha se vuelve contra su hermano. Intento detenerla y recibo la descarga de su furia. No hemos vuelto a vernos desde entonces.

Después de largos minutos de incómodo silencio Andrey se pone de pie. Sofía se ha dormido.
—Así están las cosas Pierre, viejo amigo —repite—, todo Rusia habla del gran Tolstoi, los diarios dan cuenta de su estado y el pueblo espera; y nosotros también —Andrey se sirve otra copa de cognac. Desde el fondo del vagón llega el ronquido agitado de Sofía Andréievna.
Luego de permanecer unos días en Optina, en el convento de Chamardino, donde ha profesado su hermana María, el primer pensamiento de León Nicolaievich es el de permanecer cerca del monasterio alquilando alguna isba de los alrededores. Poco después llega Sacha y advierte a su padre que los periódicos han publicado su desaparición y que no se habla de otra cosa, que su esposa conoce su paradero y que es preciso marcharse de allí.
Tolstoi emprende camino, resuelto a pasar la frontera, a ir al Cáucaso, a Bulgaria, a más de mil kilómetros de distancia. Lo hace en medio de un temporal. En el tren, Ducham advierte que el anciano tiembla bajo su recia pelliza y consigna una fiebre que en dos horas de trayecto no deja de aumentar, en tanto la noticia de que el gran Tolstoi viaja en el tren corre por los vagones. Aterrados deciden bajan en la primera estación que no es otra que la de Astapovo. El jefe de la estación, bondadoso y cordial, según Sacha, lo aloja lo mejor posible. Tolstoi dicta este telegrama para Chertcov: “Caí enfermo, ayer. Viajeros me han visto salir debilitado del tren, temo publicidad, estoy mejor, vamos más lejos, tome medidas, déme noticias”
Tosltoi tiene una pulmonía. Sacha, alarmadísima, telegrafía a su hermano Serguei a Moscú para que acuda acompañado del doctor Nikitin. Serguei obedece inmediatamente. En cuanto se localiza al fugitivo, los médicos más renombrados reciben aviso de ir en su auxilio.
Un emisario del Santo Sínodo, el padre Versofini, que desea reconciliarlo con la Iglesia Ortodoxa, solicita visitarlo. Sacha no lo permite. Recientemente excomulgado Tolstoi no contradice a su hija.
—Es hora de hablar nuevamente con Sacha, acompáñeme Pierre —no había pensado en eso, no había pensado en enfrentarme a Sacha—, a mi hermana le alegrará verlo, si voy con usted de seguro no me negará la entrada. ¿Qué es lo que ocurrió entre vosotros dos?, nadie me lo han dicho.
La nieve había cesado. No había viento. En los alrededores se veían fogatas junto a las que se adivinaban algunas siluetas. Por la ventana veo a Sacha sentada junto al lecho de Tolstoi. Ducham nos condujo junto a ellos. El escritor tenía los ojos abiertos, advertí que no le sorprendió verme. —Hay sobre la tierra millones de hombres que sufren: ¿por qué estáis al cuidado de mí solo? —no nos hablaba a nosotros, le hablaba a Rusia.
Hacia la medianoche Sacha consintió que su madre entrase en la habitación. Sofía Andréievna se acercó; rezaba fervorosamente. Tolstoi no la reconoció. Deliraba. A las seis de la mañana entregó su alma a Dios. Era el 20 de noviembre de 1910.

martes, 20 de enero de 2009

Beatriz en pantuflas:La moneda indecente.

Hoy lunes, o tal vez martes, no sé y poco me importa en estos días, afortunadamente alejada desde hace meses de las urgencias de mi estudio contable, de medir o por mejor decir dividir el tiempo según el calendario impositivo, al abrir mi correo me encontré con un grito desesperado, un alarido oscuro titulado Manifiesto del escritor Web enviado por una tal Pablo Paniagua, que harto de mendigar ser publicado tomó como quien dice el toro por los cuernos y creó su propio blog (como tantos otros) y dice entre otras cosas: “No tengo tiempo para entrar en ese proceso “kafkiano” de buscar un editor para mi obra, más cuando casi todo lo que se publica es un tipo de literatura consumible, destinada a un lector poco exigente y alienado dentro de un sistema que sólo busca un beneficio económico.” Dicho de otra forma se ha resignado o, tal vez espera (como tantos otros) “ser descubierto” en esa telaraña de escritos luminosos que titilan esperando que el azar los empuje (baje) al tan apreciado y poco accesible papel. Papel que algunos han optado por comprar y convertir en libros sobre los que se acumula el polvo mientras uno a uno son regalados, primero a los amigos y luego a quien tenga a bien tender la mano para llevárselo ¡gracias a Dios!
Paniagua agrega: “… el problema de fondo, a fin de cuentas, es que la literatura se está alejando del arte para acercarse cada vez más a un producto consumista, en una apreciación general hacia la baja que la desvirtúa y la despoja de sus valores históricos, para ser mostrada desde una nueva perspectiva que se transforma en ejemplo para las futuras generaciones.”, en fin, el lamento se eleva desde la red pero no es nuevo. Extraña mercadería ésta si la hay, la de la palabra escrita, escrita para divertir, informar, acompañar o abrir un debate, mercadería que por cierto no está al alcance de todos el poder ofrecer, mucho menos transformada en literatura, entendiendo a la literatura como arte. Pero ¿qué hay de la literatura como oficio?, escribir como oficio para ganarse la vida. El caso es que el tal Paniagua me recordó haber leído en La raza de los nerviosos de Vlady Kociancich una anécdota que prueba que el asunto este del dinero y la literatura es casi tan viejo como el mundo. Roma, año 64 d.C. Marco Valerio Marcial: Siempre que te encuentras conmigo Luperco, me dices “Te envío ya un esclavo para que le entregues tu libro de epigramas, que te devolveré cuando lo haya leído “. No hay por qué molestar a tu esclavo, Luperco. Mi casa está lejos, vivo en un tercer piso los escalones son altos. Puedes encontrar más cerca lo que buscas. Frente al Foro de César hay una librería. Búscame allí. Y no es necesario que lo pidas al dueño pues conoce mi fama. Te dará del primero o segundo estante un Marcial pulido con piedra pómez y adornado con púrpura, por cinco denarios. ¿”No vale tanto”, dices? Tienes razón, Luperco.
Escritores, ¡ah! los escritores, está tan arraigada la convicción de que escribir no es un trabajo, que provoca sorpresa y hasta desconfianza la sola idea de pensar que se pretenda cobrar por él, ¡cómo se atreven a suponer que podrán ganarse la vida de esa manera! El pan se paga con el sudor de la frente, es fruto del trabajo honrado, es decir cualquier otra actividad que no sea la de escribir. Está bien, muy, muy bien, que las editoriales y librerías ganen dinero ejerciendo el honrado comercio de libros en tanto se reserva para el escritor la gloria y la eterna deuda contraída por el favor que se le hace al publicar su trabajo (perdón dije trabajo, no lo hago más) ¡cómo se atreven siquiera a pensar en un anticipo que contemple los tres años dedicados a una novela, un anticipo que equivalga al sueldo que cualquier hijo de vecino cobraría por esos tres años de ejercicio profesional, u honrado y fiel servicio público ¡Inmorales! ¡Abusivos! ¿Se ríe? Qué bien, me gusta hacer reír.
Todo esto me recuerda que desde que no liquido impuestos, sueldos, aportes sociales y demás yerbas, hasta mis hijos (que tienen 14 y 10 años) me preguntan cuándo voy a volver a trabajar, mi hermana me mira con cara de lástima y lleva a los pobrecitos (es decir mis hijos) a tomar helados; mi hermano Gerardo me ha comprado un par de zapatos por mi cumpleaños, cosa que no había hecho nunca en estos cuarenta y tantos años que tengo.
Y cuando digo que la nena está en el cine me dicen “tenés que hacerle vivir su realidad” parece que la realidad sería que un honorario por una certificación de ingresos es un pago digno por un servicio profesional (perdón, PROFESIONAL) en tanto un pago recibido por un artículo, el episodio de una novela colectiva o la corrección de un texto, es una limosna y por lo tanto no debe desperdiciarse (en una entrada al cine, se entiende) y además no debe confiarse en que se repita (a propósito, cuando le pregunté, la nena me dijo que en la ventanilla de la boletería no notaron la diferencia cuando pagó la entrada).
Ahora le transcribo un párrafo de la Kociancich porque me arde el estómago ¿qué raro no? “En general y en cuestiones de dinero, las biografías de escritores prueban que son gente de carácter humilde pese a la extravagancia y los caprichos de los que se los suele acusar. Más importante que el puño con incrustaciones de piedras preciosas del bastón que necesitaba y compraba un Balzac endeudado hasta el cuello y al filo de la cárcel, era su aceptación de cualquier trato indigno con tal de ver concluida y editada La comedia Humana. El horror del silencio de un libro, como el de la página en blanco, siempre ha sido más fuerte que el miedo a la pobreza, que los autores combaten ejerciendo oficios para los que carecen de talento pero que nadie se resiste a pagar.”