“Videla murió ayer, diecisiete de mayo, casualmente el día de la Armada Argentina. Mi padre solía decir al verlo por TV: "Videla -acá agregaba el insulto de rigor, ese que recuerda a las madres- destruiste al país y al ejército. Había bronca en su voz; él mordía la frase, siempre la misma, pero, sobre todo -y eso era lo que mí me encogía el corazón- había un dolor tan intenso en esos ojos pequeños y oscuros, en esas manos queridas y crispadas, en todo el cuerpo como encogido, en la mueca de la boca, que de solo recordarlo me duele otra vez. Mi padre fue militar”.
Marianela
Noche
-16
de mayo de 2013-

La noche llega temprano, será larga, como
todas, indistinguibles unas de otras desde allí. Probablemente no dormirá o
dormirá algunas pocas horas no más de cuatro o, con suerte, cinco.
La pesadilla llega pronto, ni bien el sueño lo
vence, con el álbum todavía entre las manos arrugadas y flacas. Casi noventa años, ha vivido casi noventa
años. Sobresaltado ha abierto los ojos en la penumbra de la celda, las manos le
tiemblan un poco, el álbum familiar ha caído de sus manos; está en el piso; está boca abajo; le da la
espalda. Tiene sed pero no fuerzas para
llegar hasta la jarra con agua. Se acuesta, se pasa la mano por el bigote, lo
peina con uñas.
La noche será larga, como las anteriores y las
que vendrán. Se pregunta por cuánto tiempo más, está cansado, le duelen los
huesos, una nube bailarina en el ojo izquierdo lo exaspera a diario. Tampoco
escucha bien, pero lo cree una bendición. Hijo de puta. A hijo de puta no se
acostumbró nunca, a genocida, a dictador, sí. Son solo palabras equivocadas para
él, a él lo juzgará la historia. La toz le interrumpe la sonrisa y la fantasía,
la historia juzgándolo y redimiéndolo cuando todo haya acabado. La historia
haciendo justicia. Subversivos de mierda. Era una guerra y yo soy el chivo
expiatorio.
La pesadilla llega pronto, otra vez el
cansancio lo ha vencido y su mente le envía a sus jueces, ese diablo de mil
caras y bocas y manos. Las bocas son negras y dentadas, las bocas son blancas y
diminutas, las bocas escupen dientes y sangre y súplicas sobre sus manos. Las sacude y las lava en un río sin orillas,
de plata, un río que se funde con el océano.
La sangre y las bocas flotan sobre el río, lo van cubriendo, lo van
sembrando.
Las bocas de su mujer y sus hijos también están
allí, las otras bocas las devoran.
Se despierta ahogado en su propia exhalación.
Piensa en la muerte, piensa que un viejo debería morir en su casa, en su cama,
o su sillón, solo morir, si soñar.
Pasaron cuarenta años, casi. Cuarenta años,
¡qué puta! Se incorpora en la cama con la vitalidad renovada por un odio que aun
es joven, por un rencor musculoso y alerta. La noche será larga, pero no le
importa, las noches largas no lo asustan, es un militar y desea la gloria; la
espera, todavía está vivo, todavía hay tiempo, piensa.
No sabe que los gritos y la sangre y los
dientes, no sabe que las bocas ya lo han devorado y en la mañana comenzarán,
finalmente, a olvidarlo.