viernes, 10 de julio de 2009

INVITACIÓN A SAER

Saer no es un gran escritor argentino, es un gran escritor, y punto.
Ricardo Piglia

Me preguntó por dónde comenzar a leer a Saer. En realidad me dijo “me tenés cansado con Saer, tan cansado me tenés que voy a empezar a leerlo porque hora siento curiosidad ¿por dónde empiezo?”
Qué le digo, me pregunté, por dónde decirle que comience, por mi novela preferida: El limero real; la que todos consideran su obra maestra: Glosa; la policial: La pesquisa; una de aventuras: Las nubes o El entenado, que algunos la califican de histórica junto con La ocasión; por dónde.
“Me dijeron que empiece por Glosa”, -me dijo-, “o por el Limonero real”. No; me sorprendí contestando, por ahí no, dejá El limonero para más adelante, dejá Glosa para más adelante; para cuando hayas conocido la voz de Saer, para cuando hayas visto algunas formas más, digamos, simples; dejalas para después de La Ocasión que cuenta una historia de amor y aventuras que transcurren a mediados del siglo XIX en las llanuras santafesinas, una historia de erotismo y también de lo femenino, y el final, bueno, cuando llegués al final te vas a acordar de mí; para después de Las nubes, ese viaje desde Santa Fe a Buenos Aires, irónico, sentimental, de locos, literalmente, porque el Dr. Real, médico y filósofo, viaja apenas comenzado el 1800, trasladando un grupo de enfermos mentales hacia la capital del virreinato; dejalas para después de La pesquisa y sus asesinatos o El entenado, que ambientada durante la conquista de América, es la historia de un grumete que vivió diez años entre los indios colastinés y volvió a Europa para escribir sus memorias.
Tenés que entrar lentamente a Saer, porque Saer era un aventurero de la forma y va a ser mejor que primero le conozcas la voz, le eches el ojo a sus juegos sintácticos, sus ritmos, antes de entrar a caminar los dibujos de la forma, de las formas Saer.
Al rato me decidí y le recomendé Cicatrices. Te va a gustar –le dije- porque es muy masculina, y cuenta una buena historia, es atrapante creo que dije, defendiéndome de la palabra “aburrido” con que José Pablo Feinman calificó al autor, y que suelen repetir entre signos de pregunta y tímidamente los que no lo han leído.
“¿Masculino? ¿Que me querés decir con eso?” Entonces comencé con unos balbuceos confusos que terminaron mas a menos así: Saer tiene un eco de Faulkner en la voz, también yo encontré un eco, auque más lejano, de Virginia Wolf; pero es otra voz, es Saer. La belleza de su prosa es áspera. Si pudieses tocar la belleza de la prosa de Faulkner sentirías la belleza de la piel de la mujer. Si pudieses tocar la belleza de la prosa de Saer sentirías la belleza de la piel del hombre ¿me entendés? Sí, me contestó para mi sorpresa, mi interlocutor; entonces seguí hablando: vos empezá por ahí, por Cicatrices y fijate en la forma que le dio a la novela, vas a ver que Saer era un aventurero que experimentaba no solo con la sintaxis sino también con las estructuras; él usaba lo mismo que usan todos, las comas, los puntos, lo guiones, lo capítulos, pero de forma diferente; él tomaba otros caminos, caminos que previamente debía descubrir o construir. Pero aún existe otra dimensión, otra arista Saer; una dimensión insinuada, la dimensión que lo muestra o más bien lo deja al descubierto como poeta. Hace algunos años, en un correo que lamentablemente he perdido, Hugo Gola me escribía “Sí, realmente Saer es un poeta”. Él me había preguntado sobre mis poetas predilectos y yo había contestado, simplemente: Saer, había elegido como poeta a un narrador y aguardé la protesta; recibí una lección.
“Me dijeron que Saer es muy detallista” -me dijo mi intercolutor-. La verdad es que estoy un poco cansada de escuchar eso, no porque Saer no lo sea, sino porque en general esos comentarios provienen de quienes no han leído más que una novela, incluso ninguna. Saer era un descomponedor del instante, del movimiento, es cierto, era un escritor del tiempo discurriendo, del tiempo detenido, del tiempo fragmentado y fragmentándose, construyéndose como una ilusión. Saer creía en el tiempo como elemento, como herramienta, como material maleable, es decir como lo que no es, como lo que puede ser solo si lo reinventa; una masa pasible de ser moldeada, desecha y vuelta a construir como ilusión, como literatura.
Su obra es una tentativa de representación del universo, del universo del hombre, y para el hombre, que es también por quien el universo existe; sin la conciencia del hombre, de la mujer, no hay universo, no hay definición, no hay concepto. El universo es porque el hombre es, y Saer lo sabía. En su obra Saer sostiene y descompone y construye el tiempo a partir de la reflexión, no del mero detallismo vacío de sustancia.
Saer era un narrador que se definía a sí mismo como un narrador. Un narrador es un explorador; como decía Walter Benjamin: “un viajero”. Saer es un explorador, un viajero de la forma de las formas. Saer creía que la forma novelística debía ser renovada para que siguiera existiendo y lo hizo, enfrentó el desafío de salirse de las formas que lo precedieron para entrar en otras formas, en una renovación de la visión del espacio, del lugar del escritor, del concepto de escritor y de escritura; una renovación del concepto del tiempo y de los personajes. Construyó una visión compleja de la realidad, una ilusión de la realidad. Contempló, deshizo, exploró, pensó y luego creó la forma; la forma Saer, la forma de la búsqueda, de la incomodidad, de la soledad. No descansó en la repetición, ni en la comodidad del logro, de lo que “se sabe hacer”, eligió la aventura, eligió arriesgarse, eligió la literatura.
Yo no lo conocí, lamentablemente, así que recurro a quienes sí lo hicieron para hablar de él, para imaginármelo. Hace unos años, en una nota para La Nación, el escritor Mario Gologoff lo describió así: “Cálido, iracundo, de una profunda humanidad. Socarrón, veloz, inteligente, burlón hasta consigo mismo”. Respecto de su literatura decía: “practicaba una labor titánica, meticulosa y obsesiva, con delicadeza, la suavidad y la finura de un orfebre”.
Beatriz Sarlo lo definió como un escritor perfecto.
En cuanto a mí, como lectora, después de leerlo y releerlo; después de volver siempre a Saer y de pensarlo, puedo decir que Saer fue un escritor seguro de lo que quería, seguro de lo que pensaba debía ser y hacer un escritor; un narrador, un explorador incansable, un constructor de una visión de la realidad, antecedida por la sustancia poética que palpita y emerge del texto, porque sobre esa sustancia está cimentado.