miércoles, 19 de diciembre de 2007

Juan José Saer; La Grande

“Y Carlitos sin vacilar un segundo y sin siquiera desviar la vista del agua que corría, arremolinándose contra los pilares del puente, varios metros más abajo, le contestó: El movimiento continuo descompuesto”.
Fue en ese instante, o más bien en la percepción de ese instante, por sí mismo imperceptible, que cerró los ojos porque sintió las lágrimas acudir como quien dice a ellos y, de alguna forma afectarlos, algo así como nublarlos o, para ser más preciso, nublarle la visión que hasta ese momento: instante percibido como tal, era nítida y mostraba la sucesión de letras alineadas componiendo palabras, frases, párrafos, conformando un dibujo idéntico a sí mismo y a la vez diferente en cada página; decía que fue en ese momento: preciso, obligada por las lágrimas, o más bien por una sensación de fuego en los ojos, que los cerró y permaneció en ese estado, con los ojos cerrados y apretados, como queriendo apresar: tal vez las lágrimas, tal vez la frase, tal vez el dibujo indefinible en la página.
El texto entrecomillado pertenece a Juan José Saer (1937-2005), para ser precisa a La Grande, su última novela, última de modo irrefutable como irrefutable es, en el sentido físico al menos, la desaparición del Autor. El resto del texto me pertenece y pretende mostrarles, contarles, describirles (elijan una palabra que les guste; como quien dice que les quepa), lo que desde esta distancia veo o más bien percibo. Señales sutiles que yo diría, emanan de nuestra lectora que en este momento lee sentada sobre un banco (esos nuevos, de hierro y cemento, que han puesto en el paseo de la costanera santotomesina después de la última inundación).
“El movimiento continuo descompuesto [...] Claro, en el sentido de exponer, en forma analítica y estática, lo que en verdad es sintético y dinámico”. El libro descansando sobre la falda, ahora cerrado, mostrando la ilustración de la cubierta, el mismo artista plástico que en las demás cubiertas, pienso, reconociendo fácilmente, a fuerza de haber visto, una y otra vez, las ilustraciones de las otras cubiertas, de las otras novelas del Autor, reconociendo decía, como se reconocen los rasgos en los miembros de una misma familia, los trazos, el matiz de los colores. Probablemente un amigo del Autor, conjeturo, y, con toda impunidad, voy más allá, atribuyéndole a nuestra lectora mis pensamientos, mientras ella, sentada y con los ojos entornados, percibe el libro que ejerce una leve presión sobre sus piernas; y, en tren de conjeturar, conjeturo también, que nuestra lectora no puede evitar, como yo tampoco puedo hacerlo, el recordar al Autor, al escritor, su muerte temprana, la pérdida de su existencia física no así su existencia ideal, o como personaje, que para muchos, paradójicamente, comenzó el día de su muerte, muerte que las noticias gráficas y televisivas se ocuparon de difundir a lo largo y ancho del mundo literario, dando comienzo a una serie de homenajes que se sucedieron durante el resto del año (el Autor falleció en junio). Pero volviendo al inicio del párrafo: primero, y entre comillas, Juan José Saer y, a continuación, yo; yo observando, fisgoneando, atreviéndome incluso a suponer lo que nuestra lectora (que ahora parece fascinada por las aguas sabidamente barrosas del río), piensa. También miro el río y dejo que me fascine, veo las islas, la borroneada Santa Fe del atardecer, el carretero y algunos transeúntes que circulan paseando lentamente mientras otros realizan su práctica aeróbica diaria y, comprendo, que para contarles esto, digo, estas imágenes que llenan mis ojos, no alcanza con copiar en palabras lo que me rodea, sino que habría que reinventarlo, construirlo a través de la narración, darle un nuevo significado, cosa que yo no puedo hacer, claro, porque para eso hay que se un escritor y si no me creen: “[...] las vacas, los caballos, tascan sin apuro, abstraídos, como si no advirtiesen la noche que viene subiendo desde el este, por el lado del río [...]” Juan José Saer; La Grande
En este momento, mientras ya no tengo dudas sobre qué es ser un escritor sino que reflexiono sobre ello, nuestra lectora cierra nuevamente el libro y se aleja. Entra lentamente en el rumor que producen los movimientos de los demás transeúntes, movimientos idénticos a los que ella realiza, apartada definitivamente de aquella visión del mundo del Autor, del que ya ha regresado para entrar en otras palabras, que, definitorias, son las que conforman su propia realidad o, por mejor decir, la representación de su realidad.
Ya en casa tomo La Grande y la abro en la última página “Con la lluvia llegó el otoño, y con el otoño, el tiempo del vino”, leo y permanezco durante algunos instantes observando la frase única sobre la página que cierra la novela.
Si bien La Grande, como todos saben, es la última novela del autor, novela ésta publicada luego de su fallecimiento; aquellos que han navegado las palabras-aguas-saer, saben también, que el hecho de que la novela quedara inconclusa y que, irrefutablemente, sea la última; no clausura el ciclo, el ciclo de la novela misma, ni de la narrativa Saer, que de algún modo sigue fluyendo, al igual que en La Grande, sino que sin el lector como testigo. Esa melodía lisa por la que los lectores se deslizan sin esfuerzo jalados por el tiempo que dura la lectura, hacia esa dimensión donde el movimiento continuo se descompone. La obra de Saer, compuesta en su mayoría (también incursionó brevemente en la poesía) por novelas y cuentos que se continúan unos con otros no hace una excepción en La grande, allí viejos y conocidos personajes aparecen, o podríamos, por mejor decir, re-aparecen para ser re-conocidos por otros personajes y también por el lector. En la obra de Saer, quiero decir de su fructífera obra, los lectores asistimos a la vida de los personajes en la misma forma en que asistimos a la vida de quienes nos rodean: de a ratos, en olas, conocemos a sus personajes en un momento, en una circunstancia particular, una anécdota, un hecho crucial; y, luego, nos reencontramos con ellos un año, diez años, treinta años después. Las historias de los personajes se abren sin cerrarse totalmente, sin conocerse en su totalidad, en cada detalle, al igual que en La grande; de esa forma, de algún modo, las historias y personajes siguen fluyendo. En La grande más allá de la historia que se narra, el viaje que realiza el lector, es decir la experiencia de lectura, esa navegación a la que incita la novela que lo envuelve lo y arrastra hacia su mundo, el los personajes y sus vivencias, incita a la vez la reflexión acerca de la fugacidad de la vida, de lo sorprendente e incomprensible de ser un ser humano, de la evolución hacia la madurez y la vejez, del cambio de mirada que éste hecho hace que tengamos sobre el universo que nos rodea. Échese a nadar en La Grande, navegue las aguas de Juan José Saer; ese escritor-río, sin orillas.

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