jueves, 20 de diciembre de 2007

Beatriz en pantuflas: Las fiestas

Como en todas las familias, en la mía, hay un tío Pepe, un Carlos, un Néstor, una tía Negrita, un solterón, una sedienta de un antepasado ilustre, una que se arruinó la vida al lado del tipo equivocado (además de mí), una prima preferida, una lesbiana, un primo gay, la ligera de cascos (envidiada por la frígida, además de mí), un par de adoptados, algunos colados, un milico, un moralista, un soñador, un sordo y, mi viejo(a mamá no la nombro porque se sobreentiende que está oculta -aplastada- detrás de papá). Para ser exactos, aunque no rigurosamente (es que somos promiscuos y además descuidados), diecinueve tíos, los cuatro abuelos, dos bisabuelos y cuarenta y dos primos hermanos. Hechas las presentaciones, resta (o suma, uno nunca sabe) echarles un vistazo comenzando, digamos por lo más pintoresco, esa especie de concilio anual que protagonizamos con excesiva puntualidad: las fiestas.
En mi familia tenemos dos clases de fiestas: las de antes, y las de ahora. Las primeras, ni falta hace que lo diga, eran las mejores.
Lo primero que hubo que hacer antes de que yo llegara a este mundo fue repartirlas. No se cómo ocurrieron tales hechos porque yo no estaba, pero los resultados fueron: las navidades con los tuyos (es decir con la familia de mamá), y los años nuevos con los tuyos (es decir la familia de papá). Como podrán fácilmente notar, de entrada nomás, quedó planteado que existe un los tuyos y un los tuyos. Algo implícito y de lo que nunca se habla (en público, porque en privado... Pero ese es uno de nuestros secretos familiares).
Repartidas las fiestas quedaba lo más fácil. Pasarlas en familia. Bueno, quizás no sea lo más fácil, pero cuando terminaban, cuando regresábamos cada uno a su casa, habiendo comido (y discutido) bebido (y discutido) hasta el hartazgo, todos y cada uno, sin importar nada más, en algo estábamos de acuerdo: las fiestas son lo más hermoso de nuestra familia.
Nuestras fiestas comenzaban subiéndonos el veinticuatro (o treinta y uno, se entiende) a la madrugada, al auto. Eso con suerte. La mayoría de las veces, como la suerte es escasa en nuestra familia y ya la hemos acabado antes de llegar a Diciembre, subíamos al auto el veinticuatro (o treinta y uno) a-la-sies-ta. Para los que no tienen le placer de vivir en Santa Fe, bastan un par de datos: temperatura, algo así como cuarenta grados a la sombra y, humedad: setenta por ciento (con suerte) y sol, mucho, mucho y radiante sol santafesino, acuoso y blanco.
En mi familia los lugares en el auto son inamovibles y en orden de importancia, así que los niños (nosotros) ocupábamos el espacio (escaso) que sobraba luego de subir los cajones de cerveza, vino, sidra, el cordero (o lechón) -es que para papá, sin bichos no era fiesta-. Luego y sin excepción, mi hermana Nina se sentaba al lado de una ventanilla, es que la niña se marea y vomita; vomita incluso si la ponemos del lado de la ventanilla, pero así recibimos (con suerte) menos dentro, en caso de que papá no alcance a detener el auto a tiempo, cosa para lo que se volvió bien canchero, con la práctica, claro está. Con una ventanilla eternamente ocupada la primera pelea de las fiestas a brazo partido, es decir a tirones de pelos entre mi hermano y yo, era por la otra ventanilla, disputa que no concluía hasta después de algunos coscorrones por parte de mamá, quedando del lado disputado el que más aguantaba y subía último al auto, cosa para lo que yo nunca no adquirí mucha habilidad.
Después, amontonados dentro del vehículo, quedaban recorrer los casi trescientos kilómetros, para un lado o para el otro, dependiendo de la fecha que se tratara. El viaje, mejor imposible. Quien lo pondría en duda. Sobre todo el de los treinta y uno, sobre la ruta nueve, esquivando pozos, o agarrándolos cuando viene un camión de frente, que es lo que ocurre la mayor parte del tiempo.
Una vez en lo de los tíos: besos gritos y abrazos, con saltos si es veinticuatro, porque en la familia de mamá son todos escandalosos. Si es treinta y uno, la cosa es un poquito más tranquila. No es que en casa de papá sean menos escandalosos, es que cuando se pelean el enojo les dura años. Y no es que en lo de mamá no peleen, es que se olvidan rápido, probablemente para poder volver a empezar, un poco por costumbre, un poco para animar las fiestas. En definitiva, da lo mismo, sólo que es más divertido porque los enojos son siempre por algo distinto. Nunca el mismo del año anterior. Mucho menos el de diez años atrás. Eso hace menos monótonas las conversaciones sobre los demás, los que no están; se entiende.
Durante las fiestas las órdenes que nos impartían a nosotros se reducían a una y era fácil de cumplir. Los chicos no-de-bi-a-mos-a-brir-lahe-la-de-ra. “¿Está CLAROOO?!!!”. “Si mamá”. Por lo demás, vía libre, y, como nadie cumplía lo de la heladera (cosa de la que no se percataban después de beberse el primer cajón de los que sea) la pasábamos genial. ¡Qué fiestas! El tío Rúbe, pellizcando. Al tío Rúbe le gusta pellizcar y como no lo deben dejar, durante las fiestas pellizcaba a los sobrinos. Eso les daba unas vacaciones a sus hijos. Mis primos: agradecidos. Nosotros y los otros primos, huyendo, o, mejor dicho esquivando; es que el Rúbe aprovechaba cuando uno pasaba por descuido al lado suyo y te zampaba un pellizco en el lomo que te dejaba saltando.
Papá frente al asador, con el bicho resecándose, porque los asa en ocho o nueve horas, no menos, porque: “a-si-se-ha-ce”.
El tío Carlos, vinito tinto en mano prometiendo regalos para año siguiente. Y que nadie le toque su vaso, ni sus cubiertos, ni su plato y cuidado con su servilleta, y que no le vayamos a rozar los pantalones.
“Ves chiquito, hace tres años que tengo este pantalón y no tiene ninguna una mancha ¿Ves? No me vayas a tocar chiquito”. Chiquito éramos todos, mis hermanos, mis primos, o yo, daba igual. “El tío Carlos el año que viene te va a hacer un regalo. Pero el año que viene, acordáte, no me toqués los pantalones, chiquito”.
Librados de los adultos porque las mujeres se la pasaban en la cocina y los varones en el patio, eso sí, todos cocinando y sobre todo calmando la sed que en el verano acucia arrecia arrebata arremete y parece infinita, nosotros nos aliábamos con distintos fines. Primero: a ver quien le ensuciaba el pantalón al tío Carlos. Segundo: a ver si lográbamos que nos llevaran a tomar helados. Tercero: a ver si la tía aristócrata largaba algunas monedas para regalos. Cuarto: a ver si el tío Néstor nos compraba petardos (a esto siempre lo lográbamos, pero los tiraba él, porque el tío nos ponía como excusa para comprarse petardos sin que la tía Silvia le tire la bronca). Quinto: a ver si lográbamos tomar cerveza. Sexto: a ver si al día siguiente nos llevaban al río.
Hubo una nochebuena que la pasamos en el sanatorio. Uno de mis primos nació un veinticuatro. Llovía a baldes y el tío Coco había llevado la sidra y tomaba mientras esperaba. Cuando la enfermera salió el tío le dijo: “que nene feo, ¿está segura de que es el mío? ¿no hay otro?” La enfermera le contestó que no había nadie más que nosotros y le dio el chico. Yo tenía seis años y por esa frase me la pasé teniéndole lástima a mi primo varios años hasta que me avivé que era una broma. No aquello acerca de que si era feo, sino eso de si no había otro.
En aquellas reuniones la abuela era la única que permanecía sobria, pero no por prudente. Es que a ella lo que más le gustaba era arruinarle la fiesta a los otros.”Juicio. Juicio”, solía repetir una y otra vez fresquita y alerta desde la cabecera de la mesa. Por suerte nadie heredó la costumbre de usar indiscriminadamente la palabrita. Aunque no hizo falta, porque la vieja la dejó en el aire y aparece ni bien te querés relajar sirviéndote un vasito de más. “Juicio. Juicio”. Si, abuela, si: juicio.
Después de las doce caían los vecinos, a la casa le entraba a faltar el aire y a los chicos nos mandaban a dormir. Dormíamos todos en la misma habitación, en las cuchetas y en colchones desparramados sobre el piso. Era lo más hermoso de las fiestas. Escuchar a los grandes reír y hablar hasta dormirnos con las luces de la calle prendiendo y apagándose.
Los treinta y uno se le parecían, pero con menos gente tirada durmiendo en cualquier lado, menos ruido, y con el abuelo sentado a la cabecera de la mesa. Lo ponían ahí al pobre y no le quedaba otra que dejarse venerar por unas horas iluminado por el arbolito y teniendo que pedir que le sirvan porque a él lo ponían a la cabecera pero a las botellas las ponían donde se sentaban ellos.
Las fiestas de ahora son mucho más tranquilas y mucho más fáciles de describir. Nos sentamos a la mesa el veinticuatro (o treinta y uno), los cuatro gatos locos que vivimos en la misma ciudad y recordamos durante horas aquellas otras, las viejas, porque si no, las doce no nos llegan nunca, y es una vergüenza que nos vayamos a ver televisión.

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